viernes, 29 de junio de 2007

El columpio

Dio otra pasada, intentando verificar visualmente los absurdos datos almacenados por la computadora. El 99,83 % de la superficie objeto estaba arrasada absolutamente. Gris casi uniforme, algunos puntos emisores de humo también gris, y sin objetos, edificaciones o cualquier otra cosa, que sobrepasasen los 40 cm de altura. Como debía ser. Su grado, Comandante de Extenuación, no había sido conseguido precisamente por trabajos mal terminados. Sin embargo, en esta ocasión había fallado. Y en este sector, precisamente en este sector. No podía culpar a ninguno de su equipo, fue extenuado personalmente por él. Algo, un impulso injustificable, le hizo elegir para si la cuadrícula JM1305YLA.

Allí seguía, de pie, ese maldito templete en lo que parecía un parque colonial de hacía tres siglos, antes de la ruptura de la capa de ozono. Increíblemente, de pie. Rodeado de bancos, un jardín con césped y un parque infantil de juegos. Tobogán, columpio, balancín y tiovivo sin motor. Sobrevoló tres veces, incrédulo, lo que veían sus ojos. Iba y volvía sobre aquellos escasos cien metros cuadrados en medio de la nada más gris. Verdes, rojos, azules, colores absurdos que precipitaban el fin de sus días al frente de su Columna de Extenuación. Conectó los lectores de radiación, niveles térmicos, humedad, presión y también los sensores de movimiento. Quería que el ordenador le dijese que alucinaba, que no había nada allí abajo.

Aún fue peor. Humedad 87%, temperatura 27ºC, y había “cosas” vivas allí abajo. Cuerpos calientes que se movían tranquilamente de un sitio a otro del parque. Uno de ellos se desplazaba en movimiento pendular de escasamente dos metros y medio de amplitud horizontal por metro y medio de amplitud vertical. En el columpio. ¿Qué se estaba columpiando en medio de la nada?.

El Comandante G. decidió bajar de la nave y explorar a pie la zona. Debería arrasarla con un convencional lanzaneutrinos portátil. De los que se utilizaron en la guerra del 2243. Siempre llevaba el suyo, cosas de la nostalgia militar. Suspendió su vehículo mientras se equipaba con traje, escafandra y armas. Cuando estuvo dispuesto aterrizó en el perímetro exterior del parque y bajó cauteloso y atemorizado, aunque decidido a no dejar mancha alguna en su expediente.

Los primeros pasos quedaron marcados en la ceniza gris, como aquellos de la inventada primera llegada del hombre a la Luna. Pronto comenzó a pisar hierba y camino terrizo del Parque. Se acercó al templete y subió la escalinata despacio, el arma cargada, los sensores activados. Allí arriba no había nada, y cruzó para bajar por el otro extremo. Un tirón en el pantalón le hizo girar asustado. Lo que parecía un niño pequeño le sonreía con una pequeña pelota en las manos.

- ¡Corre, ven a jugar con nosotros!

El niño corría sin miedo delante de él, que le apuntaba con el lanzaneutrinos, sin decidirse a disparar. Detrás del niño apareció, como de la nada, un pequeño gato que maullando siguió el mismo camino.

- No puede ser, no puede ser. Acabamos con todo esto hace muchos años. No puede ser.

Despacio, asustado, se fue acercando al columpio, sólo veía desde aquella posición como aparecían y desaparecían dos piernas que portaban zapatillas playeras. Chirriaba un poco, y el niño imitaba riéndose el ruido del artefacto. Otra risa, dulce, cristalina, y clara, de niña o mujer muy joven, se mezclaba con la del pequeño infante.

El soldado se acercó al columpio con el arma montada, dispuesta a disparar. Ella, sin volverse a mirarle gritaba y reía.

- ¡¡ Ya llegaste ¡! Te estábamos esperando desde hace rato. Nunca me entero de vuestro horario. Sólo sé que es sábado, día de venir al parque y de que tú aparezcas. Anda, ven con nosotros. Esta vez te quedarás ¿verdad?.

Cuando estuvo delante de ella se quedó unos instantes viéndola subir y bajar, el niño jugando en el suelo con la pelota. El gato tumbado en una sombra, vigilando a unas moscas que tampoco deberían existir.

- Anda, empújame. Estoy cansada de esperarte.

Se acercó al columpio, estiró las manos para cogerle los pies y empujarla y descubrió, con estupor primero y alegría después, que no llevaba guantes de combate. Que sus brazos estaban libres porque tampoco llevaban armas. Ni uniforme. Le dio un impulso y cada vez que volvía unos enormes ojos y una gran sonrisa se le clavaban dentro llenándole de cosas distintas a la milicia. Comenzaron a reír y siguió columpiándola, cada vez más fuerte, cada vez más alto. La sensación de que aquello tendría que acabar le inundó de golpe. Justo cuando se oyó ...

- Tengo hambre.

Riéndose la abrazó en la última columpiada, la hizo bajar y cogidos de la mano fueron hacia la maleta con la merienda, a sentarse a la sombra del último árbol de la Tierra. El de ellos.

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