sábado, 13 de febrero de 2010

El entierro de la sardina

Sobre el vacío plato de sopa volcó las migajas de pan y las mondas de plátano. Colocó, cuidadosamente, la cuchara, el tenedor, el cuchillo, la cucharilla, el envase del yogur natural y la lata de conservas. Cuando se levantó de la mesa tomó la servilleta de papel usada que sirvió como habitual guantelete y se dirigió sin prisas a la cocina.

Depositando sobre la encimera el plato buscó con la mirada el recipiente de los reciclados plásticos, metió los que fueron receptáculos de yogur y ataúd de sardinas y acomodó la servilleta, doblada cuidadosamente, sobre la pila de papel de periódicos y cartones. En el cubo de orgánicos dejó caer el contenido del plato antes de dejarlo con el resto de la cubertería y la vajilla en el fregadero.

En la calle todo eran juergas y risas, era carnaval y la gente y sus estúpidos disfraces llenaban de molesta algarabía casi todos los rincones de su castillo de cristal. Allí, en la cocina que daba al patio interior, aún se respiraba tranquilidad.

Consultó el reloj y comprobó que todavía faltaban casi siete minutos. Decidido a esperar allí, fue a sentarse en aquel palacio del silencio. Como otras veces, acomodó su cara y sus sienes entre las manos y apoyando los codos en la mesa esperó, paciente.

Daba la hora cuando se levantaba y sin perder ni por un segundo la calma, pero aterrado ante la perspectiva, comprobó que llevaba las llaves en el bolsillo mientras se acercaba al cubo, cerraba la bolsa, la tomaba entre las manos y se dirigía a la puerta de la calle.

Bajaría la basura dos minutos después, dentro del horario establecido por el ayuntamiento. Nunca más ningún guardia le reprendería un comportamiento incívico. Y tampoco pagaría más multas.

miércoles, 10 de febrero de 2010

Porque era suya

- Se va a cagar la perra – Musitó entre dientes mientras asía la vieja Browning de dos cañones.

- Me cago en su puta madre – Masculló oteando al inmenso azul tras la ventana a través de la mirilla. Sopló el polvo acumulado y después pasó un paño aceitado por el cañón y la culata.

- Será hijo de la gran puta – Casi gritó ya sin contener tanta rabia acumulada mientras hurgaba en la caja de municiones, descartando los cartuchos que parecían más hinchados. Demasiado tiempo guardados en aquel armario.

- Se va a enterar el cabrón ese, lo mato, es que lo mato – Los ojos inyectados en sangre parecían estallar de sus cuencas mientras metía la munición en el arma.

- Aunque quizá … - Los brazos descansaron un momento, sin soltar la lupara, y reflexivo alzó la mirada hacia la habitación donde descansaba ella abrazada aún, estaba seguro, al maldito usurpador.

- Ni de coña, me lo cargo – Decidido, salió del viejo pabellón de caza, cruzó el patio y entró en el caserón. Devoró los escalones de dos en dos y de un portazo se plantó en el quicio de la puerta de la que iba a dejar de ser, momentos después, alcoba nupcial.

- Hijo de la gran puta, defiéndete.

Cupido, aún acurrucado al cuerpo desnudo de su mujer, tuvo tiempo de alcanzar su arco, pero hace siglos que sabemos que las armas de fuego son más rápidas que las flechas. Descerrajado por las postas la sangre que manaba de su pecho manchó de rojo las impolutas plumas blancas de su ala izquierda. El mundo pasó a ser, instantáneamente, un poco más sensato. Y mucho más aburrido.

jueves, 4 de febrero de 2010

¡Un cortado!

Sentado en su esquina escudriñó el local, observó a todos los parroquianos y tras el satisfactorio reconocimiento levantó levemente el brazo para advertir a Leandro, el camarero, de que ya estaba allí. Éste trajo el café cortado y una torta de Algarrobo que depositó en la mesa como siempre, sin decir ni una palabra. Cuando volvió a estar solo abrió el azucarillo y lentamente dejó caer un cuartillo de su contenido en el vaso. Dobló cuidadosamente el papel para evitar que cayese el resto y lo guardó en el bolsillo. Sin remover el café tomó la torta y la cortó en pedacitos pequeños que caían parsimoniosamente al oscuro líquido. Instantes después los sacaba uno a uno con la cuchara tomándolos con aparente deleite.

Las cuatro y cuarto de la tarde del año número treinta y tres en el que Juan Cardenal tomaba su café en aquel bar del centro de Málaga. En verano en la terraza, en invierno en aquella mesa justo al fondo del local. Todos allí, los camareros, el dueño, él mismo, conocían el ritual y hacía ya décadas que evitaban cualquier problema colocando desde por la mañana el cartel de “Reservado” en la mesa del Sr. Cardenal, justo hasta que él dejaba el local, mientras daban las cinco en la torre de la catedral.

A Leandro le falló el corazón un viernes por la mañana y su sustituto, sobrino de la cocinera, olvidó reservar su mesa, que milagrosamente estaba libre. Tampoco reparó en limpiar sus uñas antes de acercarse a colocar el café y la torta. Una delgada línea negra decoraba su dedo índice cuando fue a cobrar la consumición. Juan Cardenal, “El loco Cardenal”, le envió al más allá de cuarenta puñaladas mientras gritaba que él jamás pagaría nada allí. Y menos a alguien tan sucio.