miércoles, 27 de octubre de 2010

Olas de plata y azul

(Mierdirrelato escrito sin ganas, así salió)

Sobre el acantilado golpeaban las olas con cadencia rítmica, musicando de manera imperceptible a unos contertulios que eran ajenos a las bellezas del paraje, a la intrínseca poesía del momento, a la música del mar y a cualquier otra cosa que arte pudiera parecer.

- Eh bueníssimo paisa, doble sero, resién llegao de Ketama, paisa. – Ahmed cortó un pedacito de la esquina del paquete, menos de una postura, y se la dio a oler a Paco, “el Bailas
- ¿Doble sero? ¿Doble sero? ¡Ehto eh henna de la mala! Tú tás creío que tás hablando con un pringao de los madriles. ¡Que soy de l’Atunara, chaval! – Paco, olía, repasaba, estrujaba el pedacito de haschis sabiendo que era chocolate del bueno, y que sacaría veinte mil euros por aquello.
- Te doy treh mil por todo – Ahmed hubiese gritado indignado, pero la solemnidad del momento, y la clandestinidad, le sugirieron ser prudente.
- No, paisa, no, tú quieres engañá al morito. Dame diesmí y te lo llevas aquí mismo.
- Ocho y cerramoh. – Ahmed ofreció la mano tendida por Paco y se dispusieron a cerrar el trato. Uno cogió el paquete y el otro los billetes.

Cinco minutos después dos coches abandonaron el apartadero sobre el acantilado, uno a levante, otro a poniente. Las estrellas titilaban en el firmamento, las olas emergían crestas de plata y azul que rompían sobre las orgullosas rocas colocadas por el destino, el Supremo Hacedor o quién sabe quién, pero sin duda lo hizo inspirado por la musa de la belleza. Paco sonreía, Ahmed se carcajeaba.

- Pringao, que pareses madrileño, ocho mil por cuatro kilos de henna!
- ¡Será tonto el moro, po no sá pirao sin mirah loh billeteh! ¡Que eran má farsos que loh der monopoly!


293 palabras

viernes, 12 de marzo de 2010

Bella sin alma

Te amo, musitó de forma únicamente audible por las hipotéticas ladillas que poblasen aquel coño. Relamiéndose bebió la copiosa menstruación que emanaba mientras daba mordiscos cada vez más profundos, como si de verdad se la quisiese comer. La mujer, aturdida como cada noche, esperaba impaciente el momento en que la Bestia se transformara en príncipe y ella, en Bella.

sábado, 13 de febrero de 2010

El entierro de la sardina

Sobre el vacío plato de sopa volcó las migajas de pan y las mondas de plátano. Colocó, cuidadosamente, la cuchara, el tenedor, el cuchillo, la cucharilla, el envase del yogur natural y la lata de conservas. Cuando se levantó de la mesa tomó la servilleta de papel usada que sirvió como habitual guantelete y se dirigió sin prisas a la cocina.

Depositando sobre la encimera el plato buscó con la mirada el recipiente de los reciclados plásticos, metió los que fueron receptáculos de yogur y ataúd de sardinas y acomodó la servilleta, doblada cuidadosamente, sobre la pila de papel de periódicos y cartones. En el cubo de orgánicos dejó caer el contenido del plato antes de dejarlo con el resto de la cubertería y la vajilla en el fregadero.

En la calle todo eran juergas y risas, era carnaval y la gente y sus estúpidos disfraces llenaban de molesta algarabía casi todos los rincones de su castillo de cristal. Allí, en la cocina que daba al patio interior, aún se respiraba tranquilidad.

Consultó el reloj y comprobó que todavía faltaban casi siete minutos. Decidido a esperar allí, fue a sentarse en aquel palacio del silencio. Como otras veces, acomodó su cara y sus sienes entre las manos y apoyando los codos en la mesa esperó, paciente.

Daba la hora cuando se levantaba y sin perder ni por un segundo la calma, pero aterrado ante la perspectiva, comprobó que llevaba las llaves en el bolsillo mientras se acercaba al cubo, cerraba la bolsa, la tomaba entre las manos y se dirigía a la puerta de la calle.

Bajaría la basura dos minutos después, dentro del horario establecido por el ayuntamiento. Nunca más ningún guardia le reprendería un comportamiento incívico. Y tampoco pagaría más multas.

miércoles, 10 de febrero de 2010

Porque era suya

- Se va a cagar la perra – Musitó entre dientes mientras asía la vieja Browning de dos cañones.

- Me cago en su puta madre – Masculló oteando al inmenso azul tras la ventana a través de la mirilla. Sopló el polvo acumulado y después pasó un paño aceitado por el cañón y la culata.

- Será hijo de la gran puta – Casi gritó ya sin contener tanta rabia acumulada mientras hurgaba en la caja de municiones, descartando los cartuchos que parecían más hinchados. Demasiado tiempo guardados en aquel armario.

- Se va a enterar el cabrón ese, lo mato, es que lo mato – Los ojos inyectados en sangre parecían estallar de sus cuencas mientras metía la munición en el arma.

- Aunque quizá … - Los brazos descansaron un momento, sin soltar la lupara, y reflexivo alzó la mirada hacia la habitación donde descansaba ella abrazada aún, estaba seguro, al maldito usurpador.

- Ni de coña, me lo cargo – Decidido, salió del viejo pabellón de caza, cruzó el patio y entró en el caserón. Devoró los escalones de dos en dos y de un portazo se plantó en el quicio de la puerta de la que iba a dejar de ser, momentos después, alcoba nupcial.

- Hijo de la gran puta, defiéndete.

Cupido, aún acurrucado al cuerpo desnudo de su mujer, tuvo tiempo de alcanzar su arco, pero hace siglos que sabemos que las armas de fuego son más rápidas que las flechas. Descerrajado por las postas la sangre que manaba de su pecho manchó de rojo las impolutas plumas blancas de su ala izquierda. El mundo pasó a ser, instantáneamente, un poco más sensato. Y mucho más aburrido.

jueves, 4 de febrero de 2010

¡Un cortado!

Sentado en su esquina escudriñó el local, observó a todos los parroquianos y tras el satisfactorio reconocimiento levantó levemente el brazo para advertir a Leandro, el camarero, de que ya estaba allí. Éste trajo el café cortado y una torta de Algarrobo que depositó en la mesa como siempre, sin decir ni una palabra. Cuando volvió a estar solo abrió el azucarillo y lentamente dejó caer un cuartillo de su contenido en el vaso. Dobló cuidadosamente el papel para evitar que cayese el resto y lo guardó en el bolsillo. Sin remover el café tomó la torta y la cortó en pedacitos pequeños que caían parsimoniosamente al oscuro líquido. Instantes después los sacaba uno a uno con la cuchara tomándolos con aparente deleite.

Las cuatro y cuarto de la tarde del año número treinta y tres en el que Juan Cardenal tomaba su café en aquel bar del centro de Málaga. En verano en la terraza, en invierno en aquella mesa justo al fondo del local. Todos allí, los camareros, el dueño, él mismo, conocían el ritual y hacía ya décadas que evitaban cualquier problema colocando desde por la mañana el cartel de “Reservado” en la mesa del Sr. Cardenal, justo hasta que él dejaba el local, mientras daban las cinco en la torre de la catedral.

A Leandro le falló el corazón un viernes por la mañana y su sustituto, sobrino de la cocinera, olvidó reservar su mesa, que milagrosamente estaba libre. Tampoco reparó en limpiar sus uñas antes de acercarse a colocar el café y la torta. Una delgada línea negra decoraba su dedo índice cuando fue a cobrar la consumición. Juan Cardenal, “El loco Cardenal”, le envió al más allá de cuarenta puñaladas mientras gritaba que él jamás pagaría nada allí. Y menos a alguien tan sucio.

martes, 5 de enero de 2010

¿Intocable?

Imperturbable el ceño, Al tintineó su whisky en las rocas sabiendo que esa madrugada iba a ganar. Elliot sólo llevaba pareja de sietes.