jueves, 4 de febrero de 2010

¡Un cortado!

Sentado en su esquina escudriñó el local, observó a todos los parroquianos y tras el satisfactorio reconocimiento levantó levemente el brazo para advertir a Leandro, el camarero, de que ya estaba allí. Éste trajo el café cortado y una torta de Algarrobo que depositó en la mesa como siempre, sin decir ni una palabra. Cuando volvió a estar solo abrió el azucarillo y lentamente dejó caer un cuartillo de su contenido en el vaso. Dobló cuidadosamente el papel para evitar que cayese el resto y lo guardó en el bolsillo. Sin remover el café tomó la torta y la cortó en pedacitos pequeños que caían parsimoniosamente al oscuro líquido. Instantes después los sacaba uno a uno con la cuchara tomándolos con aparente deleite.

Las cuatro y cuarto de la tarde del año número treinta y tres en el que Juan Cardenal tomaba su café en aquel bar del centro de Málaga. En verano en la terraza, en invierno en aquella mesa justo al fondo del local. Todos allí, los camareros, el dueño, él mismo, conocían el ritual y hacía ya décadas que evitaban cualquier problema colocando desde por la mañana el cartel de “Reservado” en la mesa del Sr. Cardenal, justo hasta que él dejaba el local, mientras daban las cinco en la torre de la catedral.

A Leandro le falló el corazón un viernes por la mañana y su sustituto, sobrino de la cocinera, olvidó reservar su mesa, que milagrosamente estaba libre. Tampoco reparó en limpiar sus uñas antes de acercarse a colocar el café y la torta. Una delgada línea negra decoraba su dedo índice cuando fue a cobrar la consumición. Juan Cardenal, “El loco Cardenal”, le envió al más allá de cuarenta puñaladas mientras gritaba que él jamás pagaría nada allí. Y menos a alguien tan sucio.

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