martes, 13 de marzo de 2007

¡ Arde París ! Parte II

Cambió su rutina parisina. Ahora lo habitual era terminar el trabajo, a las cinco, y salir lo antes posible a Montmartre. Línea 1 Defense- Etoile, cambiar de tren para coger la línea 2 hasta Place Clichy, la primera vez, o a Blanche y Pigalle los días siguientes. Las tardes de aquel verano parisino daban mucho más juego que las noches de los bares de copas.

Quien no conozca el metro de París no sabe hasta que punto somos distintos e iguales los humanos. Para un admirador de las mujeres, como nuestro Antonio, el metro era el paraíso de la femineidad. Todos los colores de pelo, de piel, todos los tamaños, todos los volúmenes, los olores, las sonrisas, los gestos. La multiculturalidad parisina le hacía sentir feliz, ahora tan sólo admirando a aquella chica negra con el pelo rasta o a aquella parisina de grandes ojos azules. O la chica árabe que se dejaba adivinar mostrando tan sólo el óvalo perfecto de su cara bajo pañuelo y vestimenta occidental.

Montar en metro era una experiencia mística. Había desistido de conseguir esas docenas de amantes que preveía antes de llegar. Ahora le bastaba con verlas bajar y subir las escaleras mecánicas, esperando en el andén, oyendo música con los walkman, leyendo una novela, abrazadas con su novio, llevando a su pequeño en un carrito, orgullosas, distantes, tímidas, sonrientes, secas, llorando, nerviosas, tranquilas ...

Pronto dejó de probar estaciones y siempre paraba en Blanche, cerca del Moulin Rouge, un poco antes de llegar al abigarrado mundo de los macarras, putas, sex-shops y clubes de Pigalle. Desde allí, subía hasta el inicio del funicular de Sacré Coeur, junto a la escalinata más famosa del mundo. Normalmente comenzaba a caminar por Rue Lepic, aunque alguna vez subió en el aparato. Invariablemente terminaba en Tertre, evitando a los caricaturistas y vendedores de fotografías. Sus tardes pasaban encontrando rincones, casas, galerías, músicos callejeros, o sentado leyendo el periódico en cualquier jardincillo, admirando mujeres de todo el mundo a cada paso. Cenaba en cualquier terraza, platos simples regados con vino tinto servido en jarras de barro. Tomar una copa oyendo poesía o música en directo cerraba todos los días, hasta el último tren que salía de Blanche.



Aquella tarde, la penúltima antes de volver a España, el rito se repitió. En el metro todo era igual, maravilloso. Nada se torcería, aunque echaría mucho de menos París. En la estación de Ternes la vió correr por el andén para coger el tren. Era rubia, “parisina” se dijo, clasificándola, como a todas. Menuda, melena recogida, óvalo grande y ojos azules como el cielo de París cuando se deja ver. Se subió en el vagón, tropezó con él en su carrera y Antonio quedó petrificado. Si tenía algún mito erótico eterno, si alguna mujer imaginaria se le repetía cada tarde era aquella. La reencarnación de Marisol, la malagueña Pepa Flores, aparecida en París con treinta años menos, treinta años después. “Pardon” fueron sus palabras mientras se agarraba a su brazo para no caer. Se acomodó y colocó contra la pared del vagón, descuidadamente. Vaqueros, camisa rosa de algodón, con fantasías de encaje. Cuerpo delicadamente moldeado, quizá en el mejor gimnasio del mundo, blanco inmaculado, piercing en el ombligo y tatuaje discreto que se asomaba, que tortura, entre el escote perfecto.


Antonio la miraba como un auténtico baboso, es decir, se le caía la baba, literalmente anonadado por la belleza rubia. El calor de París más la carrera de seguro la sofocaron, la chica sacó del bolso de lona un botecito para espolvorearse agua sobre la cara y el pecho y Antonio creyó morir. Ella se dio cuenta del interés del madurito interesante - vieux cochon, así que displicente miró para otro lado. No la iba a sorprender que nadie se le quedase mirando.

Seis estaciones de metro más allá, en Blanche, se resignaría a perderla para siempre, como otras veces le había pasado en el metro. Sólo que ahora no le estaba gustando en absoluto que eso pasase. Cuando entraron en la estación y el convoy detuvo su marcha fue la primera en abalanzarse y pulsar el botón de salida. Salió detrás de ella, mareado por el movimiento de su trasero, absorto. El camino elegido era el mismo, la salida más cercana al funicular, así que la siguió inconscientemente. La chica volvió un par de veces la cabeza, la segunda no le gustó encontrarse de nuevo la misma cara y su gesto de burla fue evidente para un Antonio que volvió de golpe a la realidad. Pasó a su lado por última vez mientras hacía cola en el funicular. Él subiría andando, pasaría por la Place de Abesses a leer un par de veces “Te quiero” en diversos idiomas y finalmente llegaría como siempre, a Place du Tertre.


Cuando asomaba por Espace Dali se cruzó con ella de nuevo, salía de una galería cercana y casi tropiezan de nuevo en la puerta. Cuando la vió venir pensó que era otra alucinación, como tantas que tuvo durante la tarde. Todas eran iguales, la rubia sacaba el spray, se espolvoreaba agua sobre el rostro y seguía caminando ajena a todo. Esta vez fue casi así, salvo que se le quedó mirando fijamente, extrañada, posiblemente, enfadada.

Dar la vuelta y meterse rápidamente en el bullicio de la plaza fue su escapatoria, entró a tomar café e intentar leer el periódico en un bar, y media hora después se encaminó a las espaldas de Sacré Coeur ...


La cosa dejaba de parecer casualidad cuando nuevamente tropezó con ella, esta vez se le paró enfrente y señalándole con un acusador dedo de uñas rojas y largas ...

- ¿Me estás siguiendo?
- ¿Eres española? Qué casualidad, ¿cómo sabes que soy español?
- Sólo quiero saber si me estás siguiendo, imbécil. Llevas El País bajo el brazo y te importa una mierda mi nacionalidad. ¿Me estás siguiendo?
- No, no, de veras, ha sido casualidad, aunque no me importaría que tú me siguieses a mí.
- Un autre vieux cochon, merde des espagnoles. Allez-y à la merde, imbecile.

¡¡Le estaba hablando!! Sí, probablemente no era ese el tono esperado, pero le estaba hablando. Contento por eso Antonio buscó la escalinata y comenzó a bajar, pasaría el resto de la tarde sentado en el jardincillo de los grafittis, sentado pensando en ella. Unos minutos más tarde, pasó de nuevo junto a su lado. No podía acusarle de seguirla, estaba sentado. En el cielo, un trueno anunciaba la típica tormenta veraniega, el sonido se mezcló con la canción de aquella adolescente turbadora, que sonaba en el radiocd de unos jovencitos sentados cerca de ellos.





(Continuará ...)

Fotos. gg, excepto la de Marisol, que pena ...


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