domingo, 13 de mayo de 2007

El acantilado

Conocía cada una de las piedras, así que aún en la cerrada noche del norte corría sin miedo hacia aquel recodo que tantas veces compartieron jugando.

- Sean, Fiona y Patrick iréis a los Donegal. Ese hijo de puta unionista ha cerrado el centro parroquial, nuestra gente se queda en la calle. - El Comandante O’Learn se dio por satisfecho con aquella pequeña charla, nunca daba más explicaciones.

- Comandante, sabes que Sean y yo somos de allí. ¿No hay otros compañeros?. Nos conocen todos. – La mirada de O’Learn, fría, de ojos grises, no dejó margen a más preguntas.

Cuando llegó al borde comprobó que el portillón de maderos trenzados por sus manos infantiles seguía como siempre, ocultando el camino que bajaba esos 20 metros que los colgaban, literalmente, del mundo. Lo abrió y volvió a colocar con cuidado, como siempre, procurando que la maleza se mezclase con el entorno, “esto no lo encontrará ni el Padre O’Sullivan, que tiene un ojo prestado por Dios”.

El sonido del mar era imperceptible, el agua estaba a más de 600 pies de distancia. Allí sólo se oía el viento, un silbido parecido al de las sirenas que acababa de dejar atrás.



- No puedo hacerlo, Sean. No puedo hacerlo. – Fiona, la mejor soldado de nuestro regimiento estaba a punto de llorar. Sólo la presencia de Patrick, el hombre de O’Learn, se lo impedía.

- Tenemos que hacerlo, iremos los tres, y dejaremos que Patrick dispare. Tú te quedas en el coche.

- Sean, Fiona, vosotros bajaréis, conocéis el terreno y el objetivo. Patrick os espera en el coche – Fiona sabía que eso iba a pasar, el comandante quería ponernos, otra vez, a prueba. Y los dos sabíamos que Patrick llevaría su arma dispuesta a dispararnos a nosotros, si les fallábamos.

Cuando llegó al saliente tuvo que reptar, también como siempre. En su cabeza sonaban los cantos en gaélico que tanto enfadaban a David. Fiona y él se reían mientras cantaban al tiempo que arrastraban sus infantiles cuerpos por las piedras. A la derecha, el precipicio, en su memoria, las frases hirientes que los tres amigos se repartían, sin herir. “Tíralo, Fiona, libraremos al mundo de un inglés”.

Finalmente pudo erguirse al llegar a la cueva. Lo primero que vió fue el corazón grabado en la piedra con una navaja. “Siempre juntos, Fiona & David” , “& Sean, la carabina”, ellos se enfadaron mucho con él, les fastidió su eterna declaración de amor. Aunque reconocieron que sí, que ese sería el destino. Siempre estaría entre ellos. No sabían que eso sería hasta el último de los días.

- ¿David?
- ¿Sean, Fiona? Sabía que os tocaría a vosotros.

Fiona no apretaría el gatillo, él lo sabía, así que cogió fuertemente la mano de su hermana y levantó la otra para disparar a la cara de su amigo dos veces consecutivas, con los ojos cerrados. Cuando sonó el segundo disparo tiró de ella hacia el coche. Patrick abrió la puerta, y Fiona, gritando, le disparó al corazón, tiró el arma y corrió hacia el cuerpo de David.

Los soldados que se acercaban a la plaza comenzaron a disparar, vio fugazmente como ella caía casi junto al lado de su único amor. Sólo tuvo tiempo a ver eso, comenzó a correr por entre las calles de su pueblo tan familiares, escapando de los tiros de unos ingleses que no conocían su tierra. Llegar a los acantilados sería su salvación. ¿Su salvación?.

En la cueva tomó aire, cogió una de las botellas de agua que siempre había allí “por si acaso”. Bebió un sorbo y se sentó al borde del precipicio. Solo, en esta ocasión. Pasó toda su vida por delante, o sólo fue capaz de rememorar los diez segundos últimos que estuvo en la plaza de su pueblo. Pensó en volar, como las alcas y gaviotas que pasaban a su lado. Sacó su revólver y lo tiró abajo. Creyó oír como golpeaba contra el agua. O quizá sintió como se hundía profundamente en un pasado que no quería repetir.

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