lunes, 2 de octubre de 2006

Vanidad

Saben, uno es bastante vanidoso. No sé si serán reminiscencias de cuando quería ser actor o de mi actividad política, que viene a ser lo mismo. El caso es que tanto para una cosa como para la otra la vanidad es un aditamento imprescindible.



Aún así, a pesar de lo insoportablemente vanidoso que soy, no voy a hablar de mí. Hoy hablaré de una persona, una amiga que me pidió justo lo siguiente: "me gustaría que me siguieras escribiendo a mí mí me, conmigo".


Y eso es lo que voy a hacer. Hablar de ella. Escribir de ella. La conocí hace poco tiempo. Poco tiempo en términos convencionales, por supuesto. Que posiblemente nos conozcamos mejor que muchos de esos compañeros de trabajo que llevan juntos años sin hablarse ni mostrarse.


Como si fuese la plasmación del ideal deseo masculino, me encontré con una mujer bella por fuera y bella por dentro. Y tengo que reconocer, lo confieso, que lo que me atrapó en un principio fue su hermosura interior. Sí, ya sé que no es el camino normal para encandilarse de una mujer. Pero fue así. Lo sabe, lo sabemos los dos, y lo hemos asumido. Chica, en un principio me gustó más lo que hay dentro de tu cabeza que lo que tienes fuera.


Se mostraba fuerte y débil, audaz y tímida. Desprotegida y protectora. Antipática o dulce. Amiga y enemiga. Con ganas de contarlo todo o con la cabeza escondida bajo la almohada. Astuta un día e ingenua otro. Inteligente, mujer, siempre. Sus preguntas llevaban respuestas implícitas y sus afirmaciones grandes preguntas. Su forma de hablarme a mí, tengo que hablar de mí un segundo, me sorprendía agradablemente incluso cuando parecía hostil. Cuando le hablaba a todos también parecía que sólo lo estaba haciendo a este pobre anciano. Eso me parecía, claro. No era así en absoluto, pero la vanidad, mi vanidad, hacía que me ilusionase con esa frase, esa expresión, ese interrogante que conseguía hacerme saltar de la silla.


Es así, lo que bullía en su cabeza conseguía descolocarme, asombrarme, admirarme. Sobre todo, descolocarme. Y esa sensación es, a mí entender, la más difícil de conseguir. En el universo de lo obvio la sorpresa es la mayor de las alegrías posibles. Y me las daba casi cada día. Incluso cuando dejó de aparecer cerca de mi casa. Volvió cambiada y la reconocí sin saber que era ella. Su voz, sus palabras volvieron a producirme el mismo efecto de sorpresa. Lo que parecía ira y odio dirigidos contra mí me supieron a gloria de nuevo. Otra vez lo han conseguido, pensé. Debí imaginar que no era posible que un hombre tuviese la fortuna de cara dos veces tan seguidas. No hay tantas mujeres así.


Y la fortuna volvió a aparecer una vez más. Ahora para decirme que no todo es espíritu, que hay cuerpo mortal. Apareció, allí estaba, delante mía. Espléndida, hermosa, mujer otra vez. Mujer siempre. Dispuesta, sin ni siquiera imaginárselo, a dejarme pensando durante horas en una arruguita que surgía en su cara cuando reía. Tengo que hablar de mí otra vez. El que la hizo reir fui yo. Allí no había nadie más

No hay comentarios: