viernes, 29 de septiembre de 2006

Viernes Santo

Cuando era muy joven cualquier oportunidad era buena para marcarse un pecado. Los que iban contra el sexto, la lujuria, eran los más apetecibles, los que se hacían con más gusto. Con muchísimo gusto la mayoría de las ocasiones. Unas veces pecaba contra mí mismo, todos los días, y otras veces pecaba contra la prójima, siempre que una se ponía a tiro.

Los otros pecados tampoco eran despreciables. La gula, que me permitía todas las barbaridades sin dejarte nada más que algún que otro resacón y, a veces, unas diarreas de un par de días por la cantidad de porquerías que habías bebido y comido.

La avaricia, siempre pendiente de tener el mejor chocolate, el mejor whisky y el mejor coño aún a sabiendas de que había justo a tu lado un pobre compañero que fumaría henna, que bebería ligaíllo a morro y que se la cascaría otra vez a solas.

La soberbia, que era capaz de manifestarse en clase, en los billares, o en cualquier esquina donde fuese posible demostrar a todos que era más guapo, más listo, más alto y más fuerte que ningún otro gilipollas de 17 años.

La ira, aunque amparada en una máscara de hambre de justicia, reflejaba, estoy casi seguro, la impotencia que no sabía que tenía cuando me encontraba frente a otro más listo, más alto, más fuerte y posiblemente más gilipollas que yo.

La envidia, que le tenía a todo el mundo. Al que tenía una moto mejor que la inexistente tuya, al que se comía a la niña que yo me quería merendar desde la primera vez que me crucé con ella. Al que jugaba bien a fútbol, a todos, porque todos poseían algo que yo quería tener también.

Y por supuesto, la pereza, esa que sigue aún viviendo conmigo. Pronto me dí cuenta de que era muy divertido pecar, que era inevitable hacerlo, y que además ganabas un plus de placer si se lo decía a los demás. El pecado clásico, ese de quedárselo para uno mismo, no bastaba. Eso lo hacía todo el mundo, como pasa hoy también. Pero yo no era así, era más soberbio, más envidioso, más avaricioso y más tragón que todos los demás. Era el rey del pecado.

Tenía que contarlo, exhibirme. Y de todos los pecados, el que peor visto estaba en aquella época era el sexual. Así que, una vez elegido el motivo del escándalo, decidí contárselo a todos. Yo follo cuando me da la gana, me masturbo tres veces al día si me apetece. Y hoy, jueves santo, en lugar de ir a misa voy a cogerme el culo de mi novia.

¿Os parece que hay una mejor forma de cagarme en vuestra santidad? Sodomizaré a mi novia hasta que se corra mil veces, conseguiré llevarla al infierno conmigo, ningún cura será capaz de perdonarla porque se estaba corriendo mientras pecábamos juntos.

No se arrepentirá, porque mañana, viernes, vendrá a ponerme su coño en la boca desde el mismo instante en que la cofradía del santo entierro abra las puertas del templo. Y para cuando la cera de las velas se apague habré eyaculado sobre ella, sin ánimo procreatorio, todas las veces que nuestros jóvenes cuerpos nos permitan.

Para mí follar en viernes santo ha sido durante decenios una suerte de comunión espiritual con el pecado, una forma de recordarme que, aún aburguesado, soy como era entonces. Joven, pecador, transgresor y de camino, mal hablado. Que alegría poder tener convicciones, mantenerlas durante toda tu vida y saber que has sido fiel a ellas porque te las crees, porque crees que son buenas. Que buenos polvos me he pegado mientras en las calles andaban algunos con los cilicios. Y que buenas pajas, porque de todo ha habido estos años.

(Tremenda estación de penitencia, sólo han pasado tres días de los muchos que quedan, y ya se me han hecho eternos. Que pare ya, por dios santo, que pare ya. )

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