Con sus amigos los sabañones
Esto es un jodido infierno
El frío me toca ambos camarones
Vuela, vuela, linda mariposa
Párate en aquella higuera
Allí mora la más hermosa
Flor de esta fría ribera
Quedéme mirándola fijamente
Temblaba como hoja en otoño
Creo que le gusté de frente
¡¡Le sonaban las aletillas del coño!!
Niña hermosa que grandes ojos
Tienes a tus pocos dieciocho
Querría bajarme sin sonrojos
Acurrucado junto a tu ventana esperé a que cerrases los ojos. Me asomé para verte dormida. Una teta salía del camisón. Entorné los míos.
Nada más levantarse, cinco de la mañana, comenzó el ritual. El pantalón de fieltro, la camisa, la casaca, el manto. Los correajes, las botas, el tricornio. Fuera, en la improvisada cantina, ya olía a café, pan y aceite. Un cosquilleo especial le atenazaba el estómago. Nada inquietante para López, que ya otras ocasiones se había enfrentado a la muerte ajena. Cierto que en esta ocasión era ligeramente diferente, aunque tan sólo por el pequeño detalle de que la hora estaba escrita desde hacía algo más de un día. Desde que el Comandante Militar Vázquez dictase “Sírvase entregar a la Guardia Civil a los detenidos que al margen se relacionan”.
A las seis y media de la mañana, al alba de aquella jornada primaveral, se colocaría entre un puñado de compañeros, mosquetón preparado, para su primer fusilamiento. Él mismo y el jefe del pelotón, el Alférez De Diéguez, fueron voluntarios para cumplir esta misión. Era extraño que alguien del Ejército mandase un pelotón de la Guardia Civil, aunque en aquellos días de cosas extrañas el que los falangistas asumiesen el mando en cuanto olían sangre no sorprendía a casi nadie.
López, número de la Guardia Civil, quería dejar de serlo. Era inteligente, y tan sólo unos días después del golpe sabía que siendo arrogante, criminal y osado conseguiría un futuro en ese cuerpo compuesto desde su fundación por arrogantes, criminales y osados. La Guardia Civil, desde su creación en el siglo XIX, fue concebida como instrumento de terror y represión contra el campesinado andaluz. López, hijo de labradores, desertor del arado, abrazó las armas sabiendo desde el primer día que tendría que descargarlas contra sus propios hermanos. No sabía aún que la furia descargaría con más rabia que nunca tan sólo semanas después de colocarse el primer tricornio.
Pronto tuvo oportunidad de oler la sangre de los trabajadores. El mismo día 19 asaltaron el Ayuntamiento. El Alcalde, jornalero con letras, murió en el tiroteo. El alguacil también. Los dos concejales que fueron a defender el orden republicano se rindieron después de terminada la escasa munición de sus escopetas de caza. Cuando el Alférez falangista disparó sobre la nuca del zapatero arrodillado miró orgulloso a los guardias. López golpeó con la culata de su mosquetón al otro hombre, en el que reconoció al hermano de esa chica que estuvo pretendiendo hasta que éste, precisamente éste, le impidió pasear con el joven guardia. “No es trigo limpio, Teresa. Cualquier trabajo es mejor que empuñar un arma”. Pidió permiso con la mirada y el falangista le tendió su propia pistola, aún humeante. Salieron juntos, camaradas brazo al hombro, de aquel pequeño despacho oficial. Los otros números se asomaron a la ventana sobre la plaza, arrancaron la tricolor para colgar la enseña rojigualda que llevaban en la mochila. El símbolo del Rey volvió a ondear en aquel pueblo de señoritos y esclavos.
Francisco Sánchez hacía repaso de sus pecados junto a los barrotes de la celda en la que llevaba tres días hacinado junto a los demás. No había muchos, no había tenido tiempo de pecar demasiado, tan sólo hacía dieciocho años que vino al mundo. Llegó a la conclusión de que lo que le llevó allí, leer, no era merecedor de aquellos días de agonía, aquellas palizas sin sentido, aquellos insultos. Francisco aprendió a leer en las escuelas nocturnas implantadas en los pueblos durante la república. Su maestro estaba allí con él, sentado en una esquina con los anteojos rotos desde el primer día. Francisco esperaba que el hecho de compartir con los jornaleros analfabetos la lectura del boletín de la CNT no le llevase al pelotón de fusilamiento.
El maestro le decía que precisamente eso, leer, era lo que más temía el enemigo. En aquellos días de prisión, en los que todos hablaban de los que quedaron fuera, mujeres, niños, novias, madres, el maestro se empeñaba en contarles el día que compartió con Federico García Lorca y los poetas de La Barraca, el mejor día de su vida.
Se abrió la celda y les fueron nombrando, “Antonio Guerrero, José Aguilar, Francisco Sánchez, ... Pedro Arjona, a la puerta” , entre ellos comentaban que esta vez era demasiado temprano para los interrogatorios, que quizá les liberaban. Cuando comenzaron a subir al camión y enfilaron el camino del cementerio todo cobró sentido de manera brutal. Los culatazos hicieron callar los gritos desesperados y los intentos fútiles de saltar del camión.
Frente a la tapia, delante de la fosa recién excavada por ellos mismos se alineó el pelotón al mando del Alférez Diéguez. Tras el preparen, apunten, fuego hubo centésimas de indecisión salvadas por López, el primero en disparar, el primero en recargar el mosquetón y el primero en acompañar a Diéguez en las patadas a los cuerpos, señalando quiénes necesitaban el tiro de gracia del falangista.
Francisco Sánchez yace aún en esa tumba común, entre polémicas sobre si debe o no ser desenterrado para ser honrado ante sus familiares.
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- Ilsa. -¿Y que será de nosotros?
- Rick. -Siempre nos quedará París. No lo teníamos, lo habíamos perdido, hasta que llegaste a Casablanca. Anoche volvimos a recuperarlo.
Duda existencial VI
¿No me mientes? ¿De verdad nos quedará siempre París?
Allí seguía, de pie, ese maldito templete en lo que parecía un parque colonial de hacía tres siglos, antes de la ruptura de la capa de ozono. Increíblemente, de pie. Rodeado de bancos, un jardín con césped y un parque infantil de juegos. Tobogán, columpio, balancín y tiovivo sin motor. Sobrevoló tres veces, incrédulo, lo que veían sus ojos. Iba y volvía sobre aquellos escasos cien metros cuadrados en medio de la nada más gris. Verdes, rojos, azules, colores absurdos que precipitaban el fin de sus días al frente de su Columna de Extenuación. Conectó los lectores de radiación, niveles térmicos, humedad, presión y también los sensores de movimiento. Quería que el ordenador le dijese que alucinaba, que no había nada allí abajo.
Aún fue peor. Humedad 87%, temperatura 27ºC, y había “cosas” vivas allí abajo. Cuerpos calientes que se movían tranquilamente de un sitio a otro del parque. Uno de ellos se desplazaba en movimiento pendular de escasamente dos metros y medio de amplitud horizontal por metro y medio de amplitud vertical. En el columpio. ¿Qué se estaba columpiando en medio de la nada?.
El Comandante G. decidió bajar de la nave y explorar a pie la zona. Debería arrasarla con un convencional lanzaneutrinos portátil. De los que se utilizaron en la guerra del 2243. Siempre llevaba el suyo, cosas de la nostalgia militar. Suspendió su vehículo mientras se equipaba con traje, escafandra y armas. Cuando estuvo dispuesto aterrizó en el perímetro exterior del parque y bajó cauteloso y atemorizado, aunque decidido a no dejar mancha alguna en su expediente.
Los primeros pasos quedaron marcados en la ceniza gris, como aquellos de la inventada primera llegada del hombre a la Luna. Pronto comenzó a pisar hierba y camino terrizo del Parque. Se acercó al templete y subió la escalinata despacio, el arma cargada, los sensores activados. Allí arriba no había nada, y cruzó para bajar por el otro extremo. Un tirón en el pantalón le hizo girar asustado. Lo que parecía un niño pequeño le sonreía con una pequeña pelota en las manos.
- ¡Corre, ven a jugar con nosotros!
El niño corría sin miedo delante de él, que le apuntaba con el lanzaneutrinos, sin decidirse a disparar. Detrás del niño apareció, como de la nada, un pequeño gato que maullando siguió el mismo camino.
- No puede ser, no puede ser. Acabamos con todo esto hace muchos años. No puede ser.
Despacio, asustado, se fue acercando al columpio, sólo veía desde aquella posición como aparecían y desaparecían dos piernas que portaban zapatillas playeras. Chirriaba un poco, y el niño imitaba riéndose el ruido del artefacto. Otra risa, dulce, cristalina, y clara, de niña o mujer muy joven, se mezclaba con la del pequeño infante.
El soldado se acercó al columpio con el arma montada, dispuesta a disparar. Ella, sin volverse a mirarle gritaba y reía.
- ¡¡ Ya llegaste ¡! Te estábamos esperando desde hace rato. Nunca me entero de vuestro horario. Sólo sé que es sábado, día de venir al parque y de que tú aparezcas. Anda, ven con nosotros. Esta vez te quedarás ¿verdad?.
Cuando estuvo delante de ella se quedó unos instantes viéndola subir y bajar, el niño jugando en el suelo con la pelota. El gato tumbado en una sombra, vigilando a unas moscas que tampoco deberían existir.
- Anda, empújame. Estoy cansada de esperarte.
Se acercó al columpio, estiró las manos para cogerle los pies y empujarla y descubrió, con estupor primero y alegría después, que no llevaba guantes de combate. Que sus brazos estaban libres porque tampoco llevaban armas. Ni uniforme. Le dio un impulso y cada vez que volvía unos enormes ojos y una gran sonrisa se le clavaban dentro llenándole de cosas distintas a la milicia. Comenzaron a reír y siguió columpiándola, cada vez más fuerte, cada vez más alto. La sensación de que aquello tendría que acabar le inundó de golpe. Justo cuando se oyó ...
- Tengo hambre.
De repente, los ojos verdes, la melena rubia, las mejillas sonrosadas después del amor, su cuerpo desnudo y desparramado en aquella habitación de Montmartre volvieron con súbita energía a su memoria. Dana, la misteriosa francesa-española estaba, de nuevo, a su lado.
- Espera, voy a coger un preservativo
- No seas bobo, no hacen falta, esto es un sueño ...